sábado, 1 de enero de 2011

Miles de historias de violencia, millones de historias de miedo

Acabo de cerrar la puerta con doble llave, por primera vez. Todavía tengo el pecho oprimido y la sensación de que un bicho malviviente me puede hacer daño en cualquier esquina. Y eso que estoy en el municipio más seguro de Caracas. Y no son las once de la noche. Que quedará para el resto.

Cuando uno crece en Caracas se elabora y se refina un sentido, digamos una especie de olfato, que presiente al malandro o al violador o al que te viene a joder. Cuando se enciende la alarma caminas por la calle volteando cada dos segundos; a veces funciona mirar al presunto hijodeputa a los ojos para que se intimide, a veces mejor es meterse en una tienda para que el sospechoso se pierda de vista. No sé que tan efectivas son mis tácticas, pero hasta ahora me han funcionado. ¿Buen olfato o paranoia?

No han funcionado, sin embargo, para las 500 personas que han matado en diciembre de 2010 sólo en el área metropolitana de Caracas, según una noticia de BBC Mundo. De acuerdo con estadísticas del Observatorio Venezolano de la Violencia, el año 2010 va a cerrar con una cifra cercana a las 17.600 muertes en hechos violentos (acción del hampa y enfrentamientos con la policía, entre otros), 1.600 más que 2009.

Los números no me hicieron falta para que apurara el paso esta noche. Las calles desiertas, algunos borrachos, la gente esquivando la mirada, la ausencia de una patrulla mientras compartía unos cafés… en fin, algo que se siente pero que no se puede explicar. Una noche fría también sentí el mismo vértigo en Madrid, en Sol. Yo olía el peligro, pero mi amiga española no podía sentirlo. A la media hora de nuestro paseo, una carterista casi la jode y yo pensé que el instinto de supervivencia funciona.

Lo de la cartera se queda en pañales comparándolo con lo que me cuentan mis amigos periodistas que cubren la fuente de sucesos. “Aquí se mata por matar”, me dice una. Recuerda el caso de un hombre que llegó a su casa un día con una chapita de HelloKitty. Su yerno osó a decirle “maricón”, y el supuesto ofendido se cobró la afrenta con tres tiros. Un amigo, bastante sarcástico, opina que matar a tu suegro o a tu yerno, una malvada fantasía más o menos frecuente en todo el mundo, es realizable aquí en Caracas. La reportera de sucesos también recuerda el caso de muchacha de 22 años que mataron en un autobús cuando un malandro empezó a intercambiar disparos con su “culebra” (otro delincuente con en que tenía una cuenta pendiente), que estaba en la calle. Las fuentes anónimas pululan en cada historia porque denunciar puede ser sinónimo de muerte. Además, eso de denunciar se traduce en una frustración segura, por el sistema judicial que es casi inexistente.

Aquí no hay sólo miles de historias de violencia, sino también millones de historias de miedo. Tengo amigos que no quieren hacer una fiesta grande en su casa porque temen que entre tanta gente se cuelen delincuentes que hagan un “secuestro exprés”: que jodan y roben a los invitados, que se lleven los objetos de la casa, que se lleven a quien quieran y lo “ruleteen” para hacerles sacar todo el dinero que puedan de los cajeros y después los abandonen en una autopista desierta. Ya hay gente de mi familia que no quiere ir a un bingo, porque la última vez que estuvieron en uno terminaron en un baño arrodillados con el resto de los clientes, mientras varios ladrones los humillaban y les quitaban todas sus pertenencias. Yo ahora también tengo miedo, mucho más que antes. Las muchas historias de atracos a mi gente cercana no habían logrado que sintiera el peligro que sentí esta noche.

Aquí el país se rompe, se desangra y no pasa una puta mierda. Aquí la impunidad es reina. Aquí nos adormecemos para poder lidiar con un estado de guerra silenciosa. Aquí yo no puedo andar con falda en la calle porque empiezo a pensar que estoy tentando a la suerte. Esto se jode, se jode y nada cambia. Hace dos años mataron al hermano de un gran amigo. El cuerpo se desapareció. Lo buscaron en la morgue, en los hospitales, pero nada: las pequeñas corrupciones ocultaban el cuerpo por la mano negra del asesino, que movía los hilos para cubrirse las espaldas. Finalmente lo encontraron en una fosa común, por un contacto que tenía mi amigo. Aquí el amiguismo muchas veces actúa como un salvavidas. La familia siente resignación porque, al menos, tienen el cuerpo. Tener al asesino es demasiado pedir.

Mi amigo se fue del país. Alguna amiga sin mucha plata se ha ofrecido hasta a pagarme un taxi, por el miedo que siente de que engrose las listas fatales. Las calles están desiertas desde las nueve de la noche, porque la gente es cauta y se encierra en sus casas. ¿Me encierro en mi casa o me encierro en un autoexilio? Yo quiero abrir la puerta. No quiero pasar la doble llave.

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