miércoles, 9 de febrero de 2011

Vértigo

Cuando tenía quince años subí miles y miles de escaleras, pese a mi vértigo patológico, hasta alcanzar la cima de un tobogán amarillo altísimo, el más alto que he visto. Estando arriba me di cuenta de que no me podía lanzar.

- Lánzate ya, no te voy a seguir esperando-, me advirtió mi hermana, después de cinco minutos de impaciencia.

- No puedo-, le repetí.

- Pues allá tú-, me dijo, y se lanzó.

Yo me quedé arriba, sin saber que hacer, porque hablaba un inglés paupérrimo y el empleado de la atracción no entendía las señas con las que le imploraba que me dejara bajar las miles de escaleras.

Diez minutos después yo seguía allí aterrorizada, viendo como los que llegaban se lanzaban a ese vacío vertical y amarillo con un gesto que ni remotamente se parecía al mío, retorcido.

A los quince minutos me dije “pues no hay nada que hacer”, cerré los ojos y me lancé. La fricción me lastimó un poco las piernas, mi estómago dio miles de vueltas sobre su propio eje, abrí los ojos y me encontré con mi hermana, fastidiada de tanto esperar. Ella quería ir corriendo a la próxima atracción y yo, con mi adolescencia a cuestas y mi puesto de hermana menor en un país extranjero, tuve que seguirla.

El día antes de regresar a España, recordé el episodio del tobogán porque la sensación de vacío en el cuerpo me recordó a la de esa mañana lejana. Es el día en el que postergué hacer la maleta. Es el día en el que me reuní con mis amigos más queridos e intenté que las despedidas no fueran demasiado dramáticas para que no se me notara el miedo que tengo de perderlos. Es el día en que le dije adiós a mis camisetas para darle la bienvenida a las muchas capas de ropa. ¿Por qué coño, porque cojones estoy decidiendo volver a Europa?

Las respuestas no las tengo del todo claras. Creo que me he hecho adicta al vértigo de caer en una ciudad desconocida, a la soledad que eso implica, a las muchas horas que tengo que pasar solo conmigo misma. Quizás quiero sentir de nuevo felicidad al encontrar a alguien que comparta un trozo de mí y que me muestre otras palabras, otros modos, otros mundos. También quiero encontrarlos por mí misma.

Hoy estuve en una conferencia sobre Roberto Bolaño en la Casa Amèrica Catalunya y me emocioné, porque entre los análisis literarios sobre la obra del escritor chileno encontré un poco de luz sobre las respuestas que estoy buscando. Decía una de las conferenciantes que los personajes de Bolaño (Como Arturo Belano y Ulises Lima) emigran y eliminan su espacio interior y construyen todo en función de espacios exteriores, caóticos, en los que la literatura es la única salvación.

¿Yo también me voy porque quiero eliminar mi propio espacio íntimo y construirlo desde cero y volcarme al exterior? En Venezuela el exterior está inundado de la violencia de los precios que suben sin parar, de la delincuencia que actúa impunemente, de los productos que desaparecen y aparecen en las tiendas, como si se tratase de frutas de temporadas. El espacio exterior también está inundado de desaliento, sobre todo de los jóvenes que quieren irse masivamente de Venezuela porque, además de los problemas cotidianos, tenemos un presidente que se jacta de ser democrático pese a que –por ejemplo- tiene un montón de poderes con una Ley Habilitante, aunque existe una Asamblea Nacional que recién ha entrado en funciones. En cambio, mi espacio interior en Caracas está vivísimo y lleno de la calidez vital de los amigos y la familia.

Ahora estoy en Barcelona y la balanza ha cambiado el peso de lugar. Cuando cierre la puerta seguramente me sentiré sola muchas noches. Este año (ya no en Madrid sino en Barna) sigo siendo una extraña, ahora en una ciudad donde se habla catalán, y donde el mar es Mediterráneo y no Caribe. Como mi espacio íntimo está casi vacío, me vuelco al espacio exterior: Aprendo otro idioma, busco piso, camino muchas horas al día para entender a la ciudad. Empiezo a tejer otra vida hacia adentro y otra vida hacia afuera.

Pese a todo creo que, en el fondo, quiero volver. Los días de Caracas son azules y verdes, con un sol que no he encontrado en ningún lugar. Está el Ávila, esa montaña maravillosa que huele a tierra y a árboles, y que está llena del sonido del agua que corre a través de las cascadas. Están las pocas personas que, pese a la desidia, quieren cambiar las cosas y quieren contar las muchas historias que despuntan en cada esquina. Sigo estando yo misma, con ganas de conocer a mi propia ciudad llena de barreras de miedo, de pobreza, de riqueza, de tráfico, de mansedumbre.

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