sábado, 8 de enero de 2011

Adrenalina en Choroní


En Choroní se vive al límite y es lo máximo. Para llegar al pueblo hace falta atravesar una montaña que está apretada por una carretera estrechísima. El cerro verde y frondoso se deshace por las lluvias y deja restos en el asfalto, pero aún así queremos llegar en carro a una playa que nos encanta sin saber por qué. Quizás seamos adictos al miedo que sentimos cuando escuchamos la corneta del autobús que retumba por toda la montaña: Hay que detenerse o ir lento, es decir, estar alerta para evitar estamparse con su trompa chata y llena de luces azules que se acerca a toda velocidad.

Llegamos en la noche y decidimos quedarnos en una posada con aspecto de cárcel, pero que aún así se adapta a nuestros bolsillos cada vez más vacíos por la inflación. Para poner un ejemplo, veinte sándwiches de pernil valen lo mismo que un sueldo mínimo. Aquí en un año todo duplicó el precio, pero según el gobierno la inflación es del 27,2%. Nos decidimos por la peor posada de todas, la más barata, la más feliz.

Hay que escuchar el mar de noche y beber, beber y beber. No hay mejor escenario que el malecón, donde la gente se encuentra, baila, coquetea, compra artesanía, escucha música. Pero a las nueve de la noche el ambiente se transforma de un minuto a otro: todos corren, mis amigos me dicen que me tire al suelo, mi dedo meñique del pie sangra un poco por un vidrio que saltó de una botella rota. A los dos minutos todo vuelve a la normalidad. Beber en el malecón después de una pequeña estampida provocada por una pelea de botellazos es algo que seguramente sorprendería a un europeo, pero aquí nadie está dispuesto a dejar sus cervezas medio llenas por un conflicto que (quizás) no trascenderá. El vendedor de cotufas que tengo al frente me cuenta que el pequeño caos se produjo porque dos hombres peleaban por un lío de faldas. Otro me dice que al menos no sacaron un arma como sí sucedió la noche anterior a las tres de la mañana. Como nadie se alarma, yo tampoco. Sacamos otra cerveza y seguimos.

La comida tiene sabores extremos antes, durante y después de ese momento: el maíz explota en mi boca con las cachapas, el picante de las arepas de calamares me abarca la lengua, siento el ácido y el frío del jugo de parchita y me refresco. En la mañana siguiente nos esperan las olas de Playa Grande, que se mueven vertical y horizontalmente y nos reciben y arrastran con su agua tibia. Qué felicidad el sol y el caos, pensé, cuando me acordé de la nieve y el orden.

sábado, 1 de enero de 2011

Miles de historias de violencia, millones de historias de miedo

Acabo de cerrar la puerta con doble llave, por primera vez. Todavía tengo el pecho oprimido y la sensación de que un bicho malviviente me puede hacer daño en cualquier esquina. Y eso que estoy en el municipio más seguro de Caracas. Y no son las once de la noche. Que quedará para el resto.

Cuando uno crece en Caracas se elabora y se refina un sentido, digamos una especie de olfato, que presiente al malandro o al violador o al que te viene a joder. Cuando se enciende la alarma caminas por la calle volteando cada dos segundos; a veces funciona mirar al presunto hijodeputa a los ojos para que se intimide, a veces mejor es meterse en una tienda para que el sospechoso se pierda de vista. No sé que tan efectivas son mis tácticas, pero hasta ahora me han funcionado. ¿Buen olfato o paranoia?

No han funcionado, sin embargo, para las 500 personas que han matado en diciembre de 2010 sólo en el área metropolitana de Caracas, según una noticia de BBC Mundo. De acuerdo con estadísticas del Observatorio Venezolano de la Violencia, el año 2010 va a cerrar con una cifra cercana a las 17.600 muertes en hechos violentos (acción del hampa y enfrentamientos con la policía, entre otros), 1.600 más que 2009.

Los números no me hicieron falta para que apurara el paso esta noche. Las calles desiertas, algunos borrachos, la gente esquivando la mirada, la ausencia de una patrulla mientras compartía unos cafés… en fin, algo que se siente pero que no se puede explicar. Una noche fría también sentí el mismo vértigo en Madrid, en Sol. Yo olía el peligro, pero mi amiga española no podía sentirlo. A la media hora de nuestro paseo, una carterista casi la jode y yo pensé que el instinto de supervivencia funciona.

Lo de la cartera se queda en pañales comparándolo con lo que me cuentan mis amigos periodistas que cubren la fuente de sucesos. “Aquí se mata por matar”, me dice una. Recuerda el caso de un hombre que llegó a su casa un día con una chapita de HelloKitty. Su yerno osó a decirle “maricón”, y el supuesto ofendido se cobró la afrenta con tres tiros. Un amigo, bastante sarcástico, opina que matar a tu suegro o a tu yerno, una malvada fantasía más o menos frecuente en todo el mundo, es realizable aquí en Caracas. La reportera de sucesos también recuerda el caso de muchacha de 22 años que mataron en un autobús cuando un malandro empezó a intercambiar disparos con su “culebra” (otro delincuente con en que tenía una cuenta pendiente), que estaba en la calle. Las fuentes anónimas pululan en cada historia porque denunciar puede ser sinónimo de muerte. Además, eso de denunciar se traduce en una frustración segura, por el sistema judicial que es casi inexistente.

Aquí no hay sólo miles de historias de violencia, sino también millones de historias de miedo. Tengo amigos que no quieren hacer una fiesta grande en su casa porque temen que entre tanta gente se cuelen delincuentes que hagan un “secuestro exprés”: que jodan y roben a los invitados, que se lleven los objetos de la casa, que se lleven a quien quieran y lo “ruleteen” para hacerles sacar todo el dinero que puedan de los cajeros y después los abandonen en una autopista desierta. Ya hay gente de mi familia que no quiere ir a un bingo, porque la última vez que estuvieron en uno terminaron en un baño arrodillados con el resto de los clientes, mientras varios ladrones los humillaban y les quitaban todas sus pertenencias. Yo ahora también tengo miedo, mucho más que antes. Las muchas historias de atracos a mi gente cercana no habían logrado que sintiera el peligro que sentí esta noche.

Aquí el país se rompe, se desangra y no pasa una puta mierda. Aquí la impunidad es reina. Aquí nos adormecemos para poder lidiar con un estado de guerra silenciosa. Aquí yo no puedo andar con falda en la calle porque empiezo a pensar que estoy tentando a la suerte. Esto se jode, se jode y nada cambia. Hace dos años mataron al hermano de un gran amigo. El cuerpo se desapareció. Lo buscaron en la morgue, en los hospitales, pero nada: las pequeñas corrupciones ocultaban el cuerpo por la mano negra del asesino, que movía los hilos para cubrirse las espaldas. Finalmente lo encontraron en una fosa común, por un contacto que tenía mi amigo. Aquí el amiguismo muchas veces actúa como un salvavidas. La familia siente resignación porque, al menos, tienen el cuerpo. Tener al asesino es demasiado pedir.

Mi amigo se fue del país. Alguna amiga sin mucha plata se ha ofrecido hasta a pagarme un taxi, por el miedo que siente de que engrose las listas fatales. Las calles están desiertas desde las nueve de la noche, porque la gente es cauta y se encierra en sus casas. ¿Me encierro en mi casa o me encierro en un autoexilio? Yo quiero abrir la puerta. No quiero pasar la doble llave.